Sep 28, 2008

Y la música nos transporta a otro lugar y otro tiempo.

Normalmente la vorágine de la vida diaria nos impide deternernos a pensar. Nos limitamos a "seguir". La reflexión de un profesor que conocí hace apenas unos días me ha impulsado a escribir hoy. Me comentaba que ahora apenas leía libros. Todos sus esfuerzos lectores iban destinados a la investigación. Tras el trabajo, las obligaciones diarias y los más o menos establecidos ritos cotidianos, lease televisión y café, lo que nos falta es ese impulso para salir por un tiempo de la ruta preestablecida y echar la mente a volar.
Necesitamos un catalizador que excite esa parte de nosotros que aun lucha por mantener su libertad. Recordar que cuando eramos jóvenes ibamos a comernos el mundo. Algunos todavía mantenemos esperanzas de que el mundo no nos coma a nosotros. Para mí, ese iniciador es la música. Recurro a mi colección de discos en busca de cobijo. Cuando el pop, rock o heavy suenan en mis oídos, de repente me traslado a otra época. Si cierras los ojos, si te concentras en la música, como un reflejo de Pavlov la mente desempolva imágenes que pertenecen a un pasado tan remoto como 20 años. Te encuentras junto a tus amigos, preocupado porque las chicas no te hacen caso, imaginando que habrá preparado en casa para comer a la vuelta del colegio. Ese recorrido que hemos hecho cientos de veces, solos y acompañados, fuente de experiencias de todo tipo. Camino a casa todos hemos peleado, pasado hambre por haber olvidado desayunar, odiado al profesor por obligarnos a llevar una mochila cargada de libros, seguido a la chica que creíamos que amábamos. Y llegábamos a casa. Todos esos olores, nunca iguales. Si visitabas la casa de un amigo, medio sorprendido, medio satisfecho comprobabas que no olía igual. La tuya siempre era mucho mejor: ¿Está la comida?, !A comer! Ese es el intercambio de información más constante entre madre e hijo que existe.
Pero una vez que el clic se ha producido en tu mente, averiguas que puedes ir a cualquier parte. Puedes visitar todos los rincones remotos de tu memoria. Yo me recreo en las imágenes de mi niñez y comienzos de la adolescencia. Repaso los lugares de un modo reposado, para recrearme en los detalles. Vuelvo a dibujar los rincones del colegio donde aprendíamos, pasábamos el descanso del recreo o nos cobijábamos de la lluvia. Porque la lluvia no es solo agua cayendo sobre nuestras cabezas. Ahora, viviendo tan lejos de mi hogar de la niñez, me doy cuenta de que los colores, los olores y todo eso intangible que no acabamos de saber como nombrar, es exclusivo del lugar y de la persona. No llueve igual en Taiwán.
En todo esto hay algo que verdaderamente me aterra. Olvidamos cosas. Creo que si no volvemos de vez en cuando a visitar todos esos lugares de la memoria, como si de una operación de mantenimiento se tratara, para quitar el polvo a todos esos recuerdos, poco a poco van perdiendo forma. No es que de repente olvidemos. Vamos perdiendo detalles. No nos damos cuenta pero al traer los recuerdos de nuevo a nuestro presente, un corte de pelo, el nombre de un amigo de la niñez, un sabor... quedan en el camino. No es que parezca muy importante. Es como una moneda que se queda en el asfalto cuando llevamos los bolsillos repletos de dinero. Pero yo no quiero perder esos sabores. No quiero olvidar a ningún amigo. Con todos ellos fui feliz un día. Sólo por eso merecen el homenaje de permanecer en nuestro recuerdo por los años que nos quedan.